Para ese entonces ella ya lo sabía, quizás en algún momento anterior a este se lo habrían comentado, gritado, encarado: era irremediable e imperdonable. Y ella, que en el fondo no lo entendió bien, no sabía vivir con eso, pero tampoco sabía extirpárselo. Era una impronta, una huella tridimensional que era visible a todos los ojos sin necesidad de las gafas 3D.
Aquella mañana, clara como todos los veranos, él se había despertado para luego levantarse, moverse al sofá, ocultarse entre los cojines, burlar sus sueños; pero ella, que quería saber la razón, lo había seguido hasta ahí sólo para cuestionarlo, hacerle las preguntas vanales de las tiras cómicas de aquellas mujeres que parecen perder el juicio. Él, que ya no tenía otra cosa que hacer que mirarla, se lo confesó, le dijo que la había soñado, que la había matado en sueños. Entonces él la golpeó, con una almohada, contra la pared, con sus brazos duros y fuertes con los que alguna vez la cargó, la golpeaba para luego decirle que no quería hacerle daño, para luego pedirle que se vaya. Ella se dejó golpear para sentir que se lo merecía, que nada le salía nunca como quería, como todos los días que llegaba tarde al trabajo y se decía para sí, para sus adentros, que mañana sería distinto, que haría caso a la primera alarma y no a la segunda, pero bien sabía que era de naturaleza raída, que poco había podido hacer en 25 años, que probablemente ya nada haría.
Las lágrimas se le desprendían de los ojos como cuando fingía el llanto en los cástings de producciones de chicos de cuarto de carrera de audiovisuales, sólo que a diferencia de estos castings de poca monta, en este caso, en estos casos, una inevitable risa acompañaba sus lágrimas en la parte final. Así era normal que se confundiese, que creyese que no le dolía cuando en el fondo se estaba muriendo de pena.
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