Miluska y yo volvíamos de tomar un café en uno de los nunca recomendables Starbucks limeños. Conversábamos, entre tantas cosas, de lo deontológico y ontólogico de mis preocupaciones, de sus preocupaciones, sobre el amor merlancólico y sobredimensionado de las novelas, y su insoportable parecido con la realidad (esa que solemos inventar).
El escarabajo en marcha, un permiso de conducir recién estrenado, y las casas que se dejaban pasar casi al ritmo de la perturbada trasmisión radial que nos ofrecía la chachi-radio con su potentosa chachi-antena. Miluska intentaba convencerme de las cosas que hay que hacer por amor, de lo absurdo del orgullo y lo alcanzable que puede estar el «amor de mi vida».
Sin mirar a ningún espejo decidí darle vueltas al timón con todas mis fuerzas, fue entonces cuando Miluska empezó a caer en lo que me proponía. Ella mientras no se dé cuenta de lo que está ocurriendo, puede repetir incansablemente «claaaro» o «sí…» pero cuando reacciona y la realidad entra en ella, porque en su caso, lo inverso no vale, da un «Nooooooo» como signo de vida. Lamentablemente no siempre se me puede hacer retroceder, y menos aún si llevo un atasco en la Av. Aviación.
Lo que correspondía a nuestras acciones, tan consecuentes como nosotras mismas, era idear un plan para que el «enjuto mojamuto» bajara de su casa. Fue gracioso todo aquello, pero sobre todo esto que pasó lo recuerdo como uno más de esos juegos que teníamos de niñas. No nos implicábamos tanto en alguna hazaña desde entonces, exceptuando los «mundialitos» de domingo, organizados por Vespu.
¿Cómo podíamos hablar con la bulla del motor del escarabajo, las bocinas de los coches de afuera, la radio a medio volumen? Creo que conocer a alguien casi antes de conocerte a ti misma, te hace crear una fuerza comunicativa, un lenguaje aparte.